Esta Ophelia no se ahoga: flota. No grita: se silencia. Jorman no ilustra su muerte: la suspende.
Su rostro, en paz, parece descansar en el corazón mismo del agua imaginaria, envuelta en un lecho hipnótico de flores azules que no son sólo ornamento: son atmósfera, frontera y abismo.
El azul aquí no es cielo. Es profundidad emocional. Es la tristeza que no explota, sino que se deposita, como la bruma. Esta Ophelia no suplica ser salvada. Se entrega al dolor con la belleza de quien aún sabe amar. Y en su cabello —extendido como delta íntimo—, la vida no huye: se multiplica.
Rodean su cuerpo orquídeas, convolvulus, hortensias, jazmines chinos, rosas azules. Flores que no decoran: piensan. Que no sostienen: inundan. Su simbología se entrelaza con su destino: la pasión sin medida, el abandono, la pureza quebrada, la fertilidad enloquecida. Y sin embargo, sobre ese colchón vegetal y húmedo, hay un orden secreto.
Un colibrí surca el cuadro en vuelo detenido, y en el ángulo inferior izquierdo, una diminuta rana venenosa, color jade, nos recuerda que la belleza y la amenaza no siempre se excluyen. Como un talismán ancestral, en su oreja cuelga un pendiente quimbaya con forma de abeja: símbolo de sabiduría, memoria y persistencia, eco de las raíces más profundas del artista.
La forma espiral de la composición nos hace girar una y otra vez alrededor de ella, atrapados en los pensamientos que no cesan, en las emociones que se anudan sin escape. Esta Ophelia es centro y periferia. Contenida y desbordada.
Un retrato de la desmesura hecha quietud.
Un amor que, por no poder decirse, se vuelve eterno.
Ofelia es uno de los personajes más memorables y trágicos de la obra Hamlet (c.1600), de William Shakespeare. Hija de Polonio, hermana de Laertes y enamorada de Hamlet, su historia se desliza hacia el abismo a medida que el caos, la traición y el desamor la envuelven.
Luego de la muerte de su padre a manos del propio Hamlet, Ofelia cae en un estado de locura serena, en el que canta canciones, reparte flores simbólicas y termina, finalmente, sumergiéndose en las aguas de un arroyo. Su muerte —accidente o suicidio poético— se convierte en uno de los momentos más recordados de la literatura universal.
En la obra de Jorman, esta Ofelia no representa el instante del colapso, sino el de la belleza suspendida. La tragedia no se oculta, pero se sublima. La exuberancia del color azul y el lenguaje simbólico de cada flor componen un universo de emociones visuales, donde el silencio es absoluto, y sin embargo, todo resuena.
Una Ofelia de este tiempo. Atemporal. Inabarcable. Inolvidable.
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